Primeras piedras y placas de inauguración son el comienzo y el fin de una obra. Son en muchos casos el símbolo del derroche, del negociado de por medio, de la construcción improvisada o en considerables veces mal hecha. En esos actos, las autoridades desde la más sórdida del nivel local hasta la más apabullante del nivel central, quieren que se eternice sus nombres, que éstos queden grabados en altorrelieve para la posteridad.
Se da el caso que las primeras piedras son sólo eso, pues
nunca se llegan a concretar las obras por venir de otras gestiones o de otras
iniciativas, o son simplemente concesiones para aplacar las iras y los reclamos
de los pobladores. Y también se da el caso que para una misma obra se han
colocado tantas primeras piedras como autoridades han pasado por la
administración pública.
Y ocurre que las placas de inauguración son ya un chiste.
Hay quienes quisieran colocarlas en cada aula que se construye, en cada puerta
que se confecciona, en cada calle que se pavimenta, en cada computadora que se regala.
Hay autoridades del despelote que una misma obra la han inaugurado tantas veces
para que lleve también una placa con su nombre.
En estas ceremonias no se dice nada de los montos
presupuestados, de las fuentes de financiamiento ni de la empresa constructora,
nada de las condiciones, características y plazos de construcción de la obra. Y
lo triste es que los periodistas relatan la ceremonia como ventrílocuos del
poder, obviando las preguntas incómodas.
Esta fiebre narcisista y ególatra que aqueja a nuestros
gobernantes tiene un componente psicológico que evidencia ese afán de poder
omnímodo, por el que se desviven nuestros malhadados políticos. Y, a su vez,
una muestra viscosa de esta época plagada de éxitos fraudulentos y de fortunas
mal habidas.
Amor y Llaga N° 474
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