Cuando un ciudadano acude a una oficina pública lo hace para recibir una atención digna y satisfactoria o, al menos, obtener una respuesta convincente respecto a la petición que ha formulado o realizar un trámite. Esto supone que las entidades públicas establezcan horarios de atención suficientes y adecuados, informaciones claras e indubitables, procedimientos simples y rápidos y, fundamentalmente, contar con personal capacitado, honesto, comprensivo y que brinde un trato social y humano a todos los usuarios, sin discriminación alguna.
Nada de esto ocurre (o tal vez son lunares imperceptibles). Los horarios y el número de empleados para brindar atención se reducen hasta obligar a los usuarios a formar largas, tediosas y soporíferas colas; las informaciones son ambiguas y ocultas contrariando el principio de publicidad legal; los procedimientos y trámites, engorros y paquidérmicos. Y en cuanto al personal, soberbio y abusivo, trata a la gente de modo descortés y despectivo que pareciera que son dueños de las entidades públicas.
Esta situación la sufrimos todos los usuarios que a diario acudimos a realizar algún trámite o gestión a las oficinas públicas. Algunos soportan los vejámenes de algún empleaducho histérico o dignamente los enfrentan exigiendo un derecho, el de petición, que toda autoridad, funcionario o simple empleado está obligado a respectar y cumplir.
El malestar frente a este canceroso mal que daña a la administración pública y a la sociedad, está creciendo y más que un cándido comité de fiscalización, requiere un decidido frente de lucha por la moralización y contra la corrupción que, en definitiva, es el soporte del maltrato al público.
Amor y Llaga N° 405