La
corrupción es uno de los peores males de nuestra sociedad, se concentra en todos los engranajes del
estado y, como un cáncer incurable, se irradia a todo el tejido social, hasta
descomponerlo; su putridez y sus hedores alcanzan grados inimaginables y
consecuencias gravísimas para el pueblo. Una de ellas es que ahonda la pobreza
y frustra el desarrollo.
Tiene muchas
presentaciones, formas y modalidades. En nuestro país, como lo documenta el
historiador Alfonso Quiroz Norris, “no es
algo esporádico sino, más bien, un elemento sistémico, enraizado en estructuras
centrales de la sociedad” (Historia
de la corrupción en el Perú). Es en la década del 90 donde, sin embargo, se
develó los mayores niveles de corrupción política.
No obstante,
ante la impunidad y suavidad con que se trata a los corruptos en el país, la
corrupción ha crecido considerablemente, involucrando a simples autoridades y
funcionarios que manejan incluso exiguos recursos que terminan en sus cuentas o
en la de testaferros, afectando, como se ha dicho, el desarrollo y ahondando la
pobreza.
Con cierta
esperanza y quizá con ingenua expectativa se optó en la región por una
alternativa política que diera muestras verdaderas y pasos firmes para acabar
con la corrupción en la administración pública. Las recientes pugnas y
denuncias de corrupción en la DISA nos revelan cuan podrido anda la gestión en
esos sectores claves para garantizar la salud del pueblo. Lo que vemos, no sólo
decepciona sino indigna.
Amor y Llaga N° 517