El 15 de junio de 1987, a las dos de la
tarde, cuando aproximadamente doscientos campesinos (hombres, mujeres y niños)
se encontraban en el portal, a unos cien metros de la casa-hacienda de Santa
Clara, reunidos en asamblea previamente concertada en horas de la mañana con un
oficial de la policía, con el propósito de entablar diálogo y solucionar el
problema de la ocupación de tierras, la ventas de parcelas y evitar el inminente
desalojo, arribaron los efectivos de la guardia de asalto, rodearon a los
campesinos y ante un incidente que pudo haberse superado de haber existido una
predisposición al diálogo por parte del jefe del operativo, comenzaron a disparar
a mansalva contra la muchedumbre que huía despavorida, e incluso uno de los
peones de la hacienda que pasó al lado de los efectivos policiales señalaba a
los dirigentes. Los ocho campesinos muertos fueron traslados a la morgue de
Chota en una camioneta de nombre “Superman”, alquilada por la hacendada, en
tanto que los veintiún detenidos iban encima de los muertos.
Esta breve síntesis de los luctuosos hechos
de aquel día, nos indican grosso modo el
actuar de las fuerzas del orden y del Ministerio Público. Dos días después de
lo ocurrido, arribó una comisión de oficiales de la Guardia Civil, presidida por el
coronel Javier del Busto Duthurburu, que en su informe al general jefe de la Segunda Región de
las Fuerzas Policiales, no hace sino justificar la actuación de los efectivos
policiales y la matanza de campesinos, por el “tinte político” de sus
dirigentes de tendencia izquierdista, para resguardar la integridad física de
cuatro policías “secuestrados” y defender el principio de autoridad, la
seguridad y la propiedad privada, etc. Sin embargo, contradiciendo su propia
versión de que fueron atacados por los campesinos, el informe indica que se
constató el uso de 450 cartuchos calibre 7.62 mm de fabricación
norcoreana (es decir, de fusiles AKM, que sólo los usó la policía). En cambio
la comisión de oficiales, muy airosa, mostró en forma sarcástica ocho machetes,
un hacha, unas botellas, mechas y un máuser viejo, decomisados a los campesinos
atacantes.
La matanza de los ocho campesinos en
Santa Clara, ha quedado impune. El fiscal provincial de entonces –Ciro Carhuaya
Quintana– abdicando de su función de conducir la investigación del delito y
ejercer la acción penal ante el Poder Judicial, derivó la denuncia ante el
fuero privativo policial de Chiclayo; no denunció el asesinato de los ocho
campesinos, pero sí denunció a éstos por violencia y resistencia a la
autoridad. ¡Qué irónica burla!
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